domingo, 22 de diciembre de 2013

Let me free




Libertad. Bendito tesoro. Dulce agonía. Triste desesperación. Cuánto no te he ansiado en mis momentos más oscuros. Cuánto he llorado. Cuánto he sufrido por ti. Cuánto he gritado. Y sigues ahí, inalcanzable. Tan indudablemente hermosa. Tan fría e inerte. Reflejándote a través del cristal irrompible. Observándome. Burlándote. 

Y esto es como una montaña rusa, supongo. Mi estado anímico sube y baja. Me vuelvo áspero. Cariñoso. Alegre. Me enfado. Me frustro. Y de pronto, viene una idea a mi cabeza: Quiero un bisturí. No. No. Mejor 100. Y entonces me pongo a buscar 100 hojas de bisturí y quiero hacerme con ellas. ¿Para qué? No lo sé. Hace tiempo compré un Kit pero está ya muy gastado, casi no corta y eso me fastidia. Me fastidia. Y es cuando digo: Eres idiota. 

Un idiota irremediable por pensar en estas cosas; por querer hacerlas. Por, de algún modo, desearlas. Pero recuerdo el tacto suave y frío de una cuchilla y me estremezco. No soy capaz de rememorar cuántas veces han surcado esos materiales por mi piel. Cuántos cortes han provocado. Cuánta sangre he derramado. ¿Para qué? ¿Para tener unos días de dolor y luego una temporada de calma? Es estúpido.

Los domingos ayudo a mi tío en negocio familiar y me ha resultado muy irónico que alguien me dijera con tono alegre: ¡Qué muchacho éste! ¡Qué encanto! Te pasas el día riendo, así da gusto. Y sí, ése soy yo. El que ríe. La amabilidad personificada. Quien no debe esforzarse en dar su mejor lado de la cara. ¡Me sale tan natural! ¡Y ellos lo agradecen tanto! Si sonríes, trasmites felicidad. Si haces alguna broma o comentario, siempre lo agradecen. Si les explicas cosas curiosas, te escuchan. Y a muchos les encanto. Otros dicen que ese lugar sin mí no sería el mismo. Otros comentan que tengo muy buena mano con las personas, que se me da bien tratas. ¿Y después?

Después, aquí estoy.

Un día más. Uno entre tantos. Y vuelvo a preguntarme: ¿Por qué yo? ¿Por qué acabé aquí?. Y entonces siembro la culpa en todos los de mi alrededor. Les odio. Mucho.

Después pienso. Me calmo. Y vuelvo a pensar: No tienen la culpa. No la tienen. Y es la verdad. Pero de nuevo está ahí la montaña rusa, llevándome en el primer vagón y haciéndome pasar un mal rato innecesario. Y al final, les amo. Mucho.

Para ser sincero, no recuerdo la primera vez que me corté. Ni por qué. Pero sí la que vomité, aunque eso lo dejo para dentro de un tiempo, me da pereza. Los cortes empezaron a raíz de mi malestar absoluto con la vida. Me sentía hueco. Vacío. Como si nada fuera verdad. La vida era una mierda y yo estaba atrapado en ella, totalmente solo. Pero no tenía miedo. En absoluto. Crecí, como un niño normal. O eso parecía. Leía libros para 'mayores', escribía cosas extrañas, pensaba en el suicidio y la muerte, pero ocurría estando solo. Después reía, me adaptaba, jugaba con los demás. Y empezó a desencadenarse mi personalidad. Este torbellino demencial. Y de ahí, surgí yo. Sin querer. Sin que nadie se diera cuenta. ¡Cuántas cosas horribles no me habían pasado en la vida y yo no había sido ni consciente! Pero tenía miedo. Miedo la mayor parte del día. Tenía miedo a vivir. Tenía pánico a que me abandonaran. Y tenía una necesidad imperiosa de que todos fueran míos. Pero no era consciente. No había llegado a entenderlo. Intentaba llenar un hueco que, probablemente, permanecerá siempre intacto. 




Poco a poco me di cuenta que ninguno de ellos me importaba. Lloraban, pero no me afectaba. Les hacía daño y me era totalmente igual. No empatizaba. No era capaz de sentir su dolor, su miedo, su sufrimiento. Solo disimulaba. Solo eso. Mis padres me querían, me llenaban de lo que necesitaba, me cuidaban, pero yo no les quería. Había ese espiral inaudito y frío en mi interior, que no comprendía y que dejé que se fuera desarrollando solo. 

En los cortes encontré la liberación. Lloraba. Me sentía mal. Recordaba cosas que no quería; demasiadas cosas para un niño de mi edad. Venían imágenes a mi mente una vez y otra hasta colapsarme y entonces me cortaba. Dejaba de pensar. No había absolutamente nada. Pero sí sentía, sí. Había un dolor en mi carne que decía: Ey, estás vivo. Sigues sintiendo cosas. No todo está tan mal, no te preocupes. Sigue. Ya llegará algún momento de calma.

Cuán equivocado estaba. Tantos años después y seguimos navegando hacia la deriva. Viento en popa. Pero ahora mi mente es compleja. Hermosa, a su forma. He desarrollado una personalidad atractiva para los de fuera y caótica para mí mismo. 

Me gusta mi enfermedad. Porque mi enfermedad soy yo. Y es, de alguna forma, lo que siempre he querido. Ser un ser frágil, con heridas, con el sufrimiento impregnado en el alma. Algo que no todo el mundo podría comprender; ni tan siquiera yo, en realidad. Pero ahí está. 

Yo soy yo. Mi vida, mi propia persona, es un cúmulo de vivencias y de pensamientos que se han acumulado. No tan bueno como quiero pensar ni tan malo como podría ser. Así que simplemente seguiré aguantando a mi forma y a mi manera, hasta que me canse.










1 comentario:

  1. ¿Qué es la libertad, si no la cadena que nos atamos nosotros mismos durante el paso de la vida, cada vez más indestructible, y que nosotros mismos debemos romper?
    Somos nuestros propios prisioneros. La prisión podemos desvanecerla cuando nosotros deseemos. Sólo debemos darnos cuenta de eso.

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