miércoles, 24 de diciembre de 2014

Dosis



Es tan sumamente estúpido poder expresar las cosas tan bien entre letras y tan mal con palabras. Y todo por mi asquerosa incapacidad de decir lo que siento. Qué pienso. Es como si alguien colocara toneladas de espuma en mi boca y después cosiera los labios para no poder escupirla. Lo odio

Lo intento. Intento hablar. Soy una persona incoherentemente abierta y locuaz. Demasiado abierto. Nada tímido. Asquerosamente social. Pero no. Es tener a alguien, cara a cara, con una conversación seria y se acabó. Diciéndome que valgo más de lo que yo pueda ver. Que tengo una imagen de mi mismo totalmente distorsionada y no veo de lo que soy capaz. Que soy un camaleón en potencia. Y que es muy estúpido que me sienta mal por sentirme mal. 

¿La respuesta?

Reírme. En serio. Siempre riéndome. No soy capaz de afrontar algo así con la seriedad de un adulto. Con palabras como "Bueno... Ya.... Bueh... Pero no sé..." y que siempre acaba con lo mismo: Sin decir nada y dejándolo pasar. Y aún intentando que hable, no soy capaz. Porque en ese momento no pienso. O qué sé yo. Estoy en otra dimensión y dejo que haga monólogos la otra persona, como si aquello no fuera conmigo.

Y no quiere decir que no lo aprecie. Realmente lo hago. Pero me siento idiota. Volátil. Pequeño. Siento que me miente. Que el mundo exagera con tantos halagos. Que los demás no ven las cosas como yo. No ven mi realidad. Mi puta realidad. 

He caído y levantado tantas veces durante tantos años que es difícil separar los retazos de todas ellas. Es un espejo roto. Un alma vacía. Sin recuerdos. Sin explicación. Me siento mal porque necesito sentirme mal. Porque ser feliz es algo demasiado pasajero para mí y la sensación de vacío es la que realmente me ha acompañado siempre. 

Y tengo miedo a que detrás de todo esto no haya más que una enfermedad. Que mis palabras, mi visión, que yo mismo no sea más que un trastorno. Que esto quede atrás y no haya nada, solo un banal humano más. 

Nadando entre cenizas. Ahogándome entre suspiros. Buscando siempre lo que no sé dónde hallar. Lo que no existe. El punto concreto donde permanecer durante una eternidad; dos quizá. Las alas que me permitan ir más allá de toda la corriente y ver el frondoso bosque.

Y estoy cansado de que todos los días sean iguales. De quejarme por dentro. De sonreír. De reír. De saltar. De abrazar, De estar tan condenadamente bien delante de todo el mundo para después escuchar sus halagos. Para que recalquen mis fortalezas y no mis debilidades, pues las desconocen. 

Estoy cansado de comer y vomitar. De vomitar. De vomitar. De intentar controlar y que me supere. Que acabe cediendo y algo que previamente iba a ser una comida normal se convierta en un atracón. De verme en el espejo. De mirar más mi tripa que mi rostro. De sentirme obeso aún cuando se me marcan los huesos; aún cuando mi madre dice que me ve más delgado que en España cuando le mando fotos.

Estoy cansado de esta mierda. De que me arrastren estas emociones. Este vacío. Este frío. De esta rabia que aparece de pronto y con la que deseo, con todas mis fuerzas, destrozar el mundo. La humanidad en su totalidad. La esperanza. La propia Vida. Destrozarme.

Quiero que alguien. Que algo. Me destroce. Hasta el final.




Es un temblor,
una grieta,
un abismo encerrado,
un grito nublado,
una sensación opaca,
una luz abierta,
un sueño encubierto,
un niño desterrado.

Es la Vida.
Un frenesí.
Una quimera.
Un amor escondido.
Un susurro impío.

Eres tú.

Allá o aquí,
entre deseos e inquietudes, 
entre  palabras perdidas,
entre sueños destruidos,
entre versos y suspiros,
entre pensamientos volátiles,
entre paredes y nubes.

Eres tú.

Quien enreda sogas en el cuello
 y prevalece en el espacio y tiempo.
Quien esconde la verdad.
Quien escupe veneno.
Quien retoza en el suelo.
Quien hiere y profana.

Eres tú, demonio.

Amable y bondadoso
que arrastra hasta al último humano,
 a quien tienta y abraza,
a quien somete ante sus pasos,
a quien destroza con sus palabras.

Tú, tan inteligente,
tan absurdamente sensato,
tan noblemente altruista.

Siempre buscando un alma a la que morder y violar,
una caricia por la que luchar.
Un destino escondido.
Un grito ya esparcido.
Una sensación olvidada.

Eres tú, demonio.

Eres tú.
Soy yo.
Somos ambos.










lunes, 22 de diciembre de 2014

De vuelta a la realidad



Vuelta a la realidad. Al mundo. Nada de ficción. Ni de palabras. Absolutamente nada, como siempre. Y sí, eso quiere decir que ya estoy viviendo en otro país. En otro espacio terrenal. Muy bonito, eso sí, si no fuera porque tengo que seguir conviviendo conmigo mismo. Ahora estoy estable, al menos más que cuando llegué, porque si algo es cierto es que mi vida, sea verdad o no que exista aquello llamado suerte, poca cantidad hay de tal sustancia entre las hebras del destino. No me gusta explayarme con cosas banales de mi vida personal, pero en resumen pasé tres semanas horribles porque no estaba en la casa que debía y no podía vomitar. Tres putas semanas de angustia y depresión que venían y se iban. Y yo comiendo. Y andando. Y comiendo. Y llorando, para variar, pensando que había engordado veinte kilos o más. Sin poder pesarme cada mañana como es mi rutina. Al final ni subí, ni bajé. Idiota.

Pero ya está. Ya tengo mi casa. Mi espacio. Mi baño. Y mi báscula.  Y ahora la mayor parte del día (desde hoy) estoy solo, así que todo va bien. O va como debe ir. Aunque si a algo tengo que hacer mención es que la persona que convive bajo el mismo techo que yo sabe de esto (creo que ya comenté en una entrada anterior que es uno de esos humanos especiales en mi vida), así que no me pone trabas en devolver hasta el hígado. Feliz.

Y si en mi país llamaba la atención, aquí ya soy un cartel grande de neón que grita que le observen. Me gusta, al menos en parte. No me lanzan miradas acusadoras. Chicos o chicas te miran, de arriba a abajo, mientras se cruzan contigo por la calle. Y tú les ignoras, o sonríes incluso. Porque si algo me gusta en este mundo, es sonreír. Es una mueca simple, bonita y que transmite mucho a todo el mundo. Lo odio, a partes iguales, también.

A nadie le importa cómo me siento. Cómo veo el mundo. Son gente con la que jamás cruzaremos una palabra pero que, al menos, por un momento, casi seguro, te devolverán la sonrisa. Por lo que sea. Por compromiso, amabilidad o simplemente porque es algo que los demás no hacen. 

Pero el problema real de todo esto es el mismo que en España. Que en todo el mundo. Yo. No puedo vivir de forma normal. Tengo que impresionar a los demás, destacar, ser quien no soy. ¿Qué soy? Una imagen. Una sombra. Un segundo de silencio. Una masa que intenta ser bueno en algo. Que se auto exige en diferentes campos de esta vida. Que logra lo que se propone. Que se expande en vidas ajenas. Que entra y no sale. 

¿Para qué?


Entretenimiento. Aprobación. Logros. Metas inexistentes. Conocimiento. Fama. Dinero. O quizá simplemente es la estupidez que me caracteriza. Esa neurona semi-muerta que está colgando y me hace realizar acciones al tuntún en busca de quién sabe qué.

Y siempre me pregunto hasta dónde llegará todo ésto. Cuál será el punto de inflexión, en el que el mundo terminará de construirse o de derrumbarse. A quién dejaré atrás o a quién llevaré conmigo. Quiero comerme el mundo y después vomitarlo. Junto todo lo posible. Creo que hay partes de mí que no deberían existir; pero sin embargo, lo hacen. Y no puedo hacer más que aceptarlas y colocar límites morales para no excederme. Conmigo. Con los demás. Con el mundo. 

Hay momentos en los que solo quiero desaparecer. Sin dejar rastro. Ni marca. Ni huella. Nada. Completamente opaco. Completamente vacío. Y es un reloj, pequeño, el que informa el tiempo que resta y del que no soy capaz de afrontar.

Y cada paso. Cada momento. Es la propia desesperación quien me persigue. Quien acecha. Quien espera un segundo, un despiste, para hacer mella en mi propia persona. Y me pregunto por qué tiene que ser todo de la forma que es. Cuando yo podría ser una persona de provecho. Inteligente. Adulta. Una persona digna, que no soy, ni seré...

Jamás.

Nunca jamás.